domingo, 12 de septiembre de 2010

Amelia.


Amelia.


Mis queridos sobrinos Mel y Zoe: esta historia que les voy a contar fue real, tan real como el sonido de mi voz, como el palpitar de nuestros corazones y la sangre que corre por las venas. Mi queridísimos sobrinos; a veces creemos que nuestro mundo, y lo que llamamos “la realidad” transcurren en una línea de tiempo y espacio inamovibles, en un único sentido. Como si desde que naciéramos solo transitáramos este único sentido, pensando solo en el futuro, en lo que nos falta por vivir, pero ignorando que tras de nosotros, por debajo, a nuestros costados e incluso por encima nuestro, un inmenso universo de caminos paralelos se expanden como un racimo de uvas, o como los rastros de agua que las gotas de lluvia dejan al resbalar por el vidrio de una ventana, en una tarde tormentosa. Caminos, senderos pasajes que algunos estudiosos han llamado dimensiones, de las que muy poco sabemos. Las dimensiones que desconocemos están ahí, realidades invisibles a nuestros pobres sentidos están ahí, sujetas a otras formas de tiempo, a otras estructuras físicas, pero tan cerca de nosotros que basta el leve soplo de un viento en la noche para que se crucen con nosotros y nos abracen el cuerpo con sus misterios.

Y es precisamente, esto lo que aprendí del personaje de nuestra historia. Anselmo Gutierrez tal es su nombre, un desgarbado peón de estancia en la localidad de Concarán, bien cerquita de la casa de ustedes en Merlo- San Luis.
Pero para que puedan mis queridísimos Zoe y Mel entender cabalmente esta historia, he de referírselas desde el comienzo mismo y con todos sus detalles.


Como recodarán hace unos días viajé para visitarlos a ustedes y a sus padres, y de seguro recordarán que también por esas necesidades que tenemos los adultos de encontrarnos una y otra vez con nuestros viejos amigos, viajé a la capital de San Luis a reencontrarme a los pocos amigos que aún me quedan del tiempo en que allí viví. Pero lo que no les conté, porque aún no me repongo de la impresión, ni del profundo estado de terror en el que me encuentro y por el que he decidido escribirles este relato, es lo que me ocurrió cuando el colectivo de la empresa “Merlina”, que me llevaba a San Luis capital, tuvo un desperfecto técnico en Concarán y allí quedamos varados por mas de tres horas. Estoy seguro que sabrán lo que eso significa, me refiero a que imaginan el tremendo aburrimiento que se adueñó de mi. Todavía recuerdo como ambos se fastidian toda vez que con sus padres viajamos por esa clase de pueblos, tan secos y llenos de polvo, tan inhabitables en un día de verano como el que me tocó en suerte aquella aciaga jornada, tan caluroso que parecía que toda la villa se estuviese incendiando con todo y población. Pues mí querida Zoe, y mi querido Mel, ahí quedé por más de tres horas.
¿Y que iba a hacer?, ¿que mas puede hacer uno en una situación como esa, con un sol que me abrazaba el cuerpo y en cuestión de segundos enrojecía mi piel como el trasero de un mandril?, solo tuve una alternativa mis amados sobrinos, caminar por el pueblo y recostarme en el primer rincón que arrojara un poco de sombra en el suelo, y dentro del cual dormir un poco. Ustedes me preguntarán por que no dentro del micro, y la respuesta a eso fueron los casi cuarenta grados de esa tarde de infierno.

Debo reconocer que me costó encontrar un buen lugar. La única plaza tenía unos pocos árboles enanos que no servían ni para ensombrecer una baldosa, pero por fortuna la estatua de un ecuestre San Martín o mejor dicho, su caballo, resultaron lo suficientemente grandes como para proyectar una sombra decente, y allí fui a recostarme. Se me cerraban los ojos cuando una parte de la sombra que me cubría comenzó a moverse, y advertí entonces que entre las patas del animal de bronce retozaba un anciano, que me sobresaltó con su saludo gauchesco.
-¡Buenas paisano!
-¿he?, ha si, si, buenas ¿como le va?,- dije al tiempo que levantaba un poco la cabeza para ver a ese personaje que hacía inmensos esfuerzos para que sus cortas piernas llegasen el suelo.
-yo muy bien como verá jovencito, a mi edad una buena siesta es muy necesaria, sobre todo con este calorcito, ¡amalaya con el sol este que nos quiere cocinar vivos a tuitos!, ¿y usted de donde es?, porque… mire que me conozco a todos los de la zona y usted no se me hace conocido, aidemá con esas fachas de citadino a que adivino que viene de guenos aires.
-Adivinó bien, respondí.
-haaa si si si, yo reconozco a un porteño a la legua, jaja, siempre tan modernos, tan apurados y tan gritones, pero usté la verdá es que me parece no encajar mucho en esta descripción o me equivoco?
-no señor, nuevamente no esta usted equivocado, he vivido en la capital de San Luis durante algunos años, así que he perdido en parte las formas poco agradables de los porteños cuando son vistos con ojos provincianos.
El anciano reconoció el retruque y con un gesto de aprobación me clavó una mirada pícara, al tiempo que sus dedos sacaron una bolsita de tela de arpillera cerrada con un cordoncito negro que abrió lentamente.
-venga joven, ayúdeme, ya mis pobres manos están torpes y realmente necesito fumar un cigarrito, por favor sosténgame la bolsita-
Introdujo la mano y del fondo sacó un manojo de tabaco de un hermoso color madera. Era cierto lo de sus manos, aún creo que debía fumar muy poco, teniendo en cuenta que sin mi ayuda le hubiese sido imposible que armara un cigarro que pudiese ser fumado por culpa de su permanente temblequeo.
-déjeme que se lo armo yo- propuse al ver su torpeza, y al instante el anciano me tendió el manojo de tabaco y luego sacó un papel para cigarros.
-a ver- dije, -no se si recuerdo bien como armar un buen cigarro pero haré la prueba-
-mire joven, la verdad es que de seguro le saldrá mejor de lo que a mi-
Mis manos se movieron rápido, en muy poco tiempo podía presumir del hermoso cigarrillo que mis dedos habían formado. En un momento todo se perfumó de olor a tabaco fresco y a chocolate con ligeros toques de whisky.
-Es mi receta especial- agregó el anciano seguramente anticipando mi apreciación olfativa, -es un güisqui del mejor- dijo, mientras pitaba una y otra vez.
-lamentablemente joven mis manos ya casi ni me sirven, luego de tanta tragedia solo soy un montón de huesos viejitos que esperan a que el diablo se lo lleve esta vez definitivamente- y tras decir esto dio una bocanada tan profunda que pude ver como su cuello y pómulos arrugados se contraían por el esfuerzo. Y luego remató -ansina tiene que ser, porque el diablo me anda buscando.
Al arrojar el humo, que me devolvía aun mas intensos el aroma a chocolate y whisky agregó –y usted de por que está acá?, ¿me supongo que no ha venido de turista a este pueblo cocinado por el sol y medio muerto no?-
-no señor, estaba de camino a San Luis cuando el micro se descompuso, así que hasta nuevo aviso tendré que quedarme, y como no he podido conciliar el sueño dentro del ómnibus, porque eso parece una lata de sardinas al fuego, preferí recostarme al aire libre, aunque la verdad parece que no hay mucha diferencia.-
-jajaj, es usted muy divertido señor…
-Nicolás F. y el suyo…
- Anselmo Gutiérrez para lo que mande usted.
-Un gusto Anselmo, y dígame, yo se que es tal vez una impertinencia, pero recién dijo que luego de tanta tragedia sus manos ya no sirven, y quisiera preguntarle sobre esas tragedias, la verdad es que por lo que hablé con el conductor de mi micro, el asunto va para rato, y este calor no va a dejar que pegue un ojo, me gustaría que me cuente.-
-mire joven, yo lo haría, le juro, por tatita dios que se lo contaría todo, pero temo por usté.-
-¿como dice? ¿Por que teme por mí?-
-es que joven, usted no podría comprender, se reiría, lo tomaría a burla, pero le aseguro que esto es cosa seria, los que vivimos acá no nos burlamos de las cosas de dios y del diablo como ustedes en guenos aires. Acá el diablo si se quiere meter, mete la cola, y si quiere, sale a caminar por el pueblo, en formas que ni usted ni yo podríamos ni un poquito imaginar y guai de usté que se lo vaya a encontrar. ¡Guai de usté!.-
El viejo en un instante transformó su cara, ahora su pícara mirada había mutado en un rictus de terror, una de sus manos se aferró a mi hombro como queriendo pretejerme de algún mal inminente, su boca comenzó a temblar y luego de algunos segundos de un silencio sepulcral prorrumpió en un susurro que me heló la sangre: -¡Amelia!, ¡Amelia!-
Tras pronunciar esos nombres apretó sus parpados como si un sabor amargo le hubiese invadido la boca, y así estuvo un buen rato. Al incorporar nuevamente la mirada en mi, agregó sonriendo, como queriendo deshacer ese triste espectáculo digno de un enfermo del Borda –esta bien le voy a contar-.

Sacó la mano de mi hombro y nuevamente se llevó el cigarrillo a la boca, dio dos o tres pitadas y miró fijo al cielo como buscando unas palabras que le eran esquivas desde hace ya muchos años.
-Amelia era mi mujer- comenzó al fin a relatar -mi gran amor. Usté sabe, yo también fui joven alguna vez, hace ya mucho mucho tiempo, y tuve la sangre hirviendo en mis venas, también como usté seguramente creí que el amor podía vencerlo todo, incluso a la huesuda. Pero no, fíjese que no fue, así porque se la llevó igual, cuándo recién andábamos cachorreando. Estábamos a punto de casarnos, ahí mismito teníamos al cura y a la iglesia con fecha, y a tuito el pueblo enterado de la buena nueva pero justito un calambre cerebral me la llevó mas rápido que un rayo, vea que ni tiempo de despedirla tuve, ni un último beso. Hubiese dado mi vida por un último beso.-

El viejo bajó los ojos y dejando escapar un hálito como de globo desinflándose, se recostó donde yo lo iba a hacer un rato antes; cruzó sus brazos sobre el pecho y continuó…

-El dolor me comió todita la alegría juvenil, nunca más quise casarme ni formar nada con nadie, tuve otras amantes y las pobrecitas huían de mi, no había nada que pudiese consolarme. De noche solo pedía al diablo que me sacase de la tierra, no quería otra cosa que del infierno se abriese un agujero y me tragase como las serpientes se tragan a los cuices del campo. Noche tras noche, a la misma hora que se había ido, es decir a eso de las 8:30 mis palabras retumbaban por todo mi rancho: ¡diablo, diablito, por favor sacáme de este mundo, lleváme lejos de acá, no quiero respirar este aire, no quiero disfrutar de la noche, no quiero volver a sentir ninguno de esos placeres, no sin mi Amelia, ¡diablito tragáme de una vez!.
De más esta decir que mis ruegos de nada sirvieron o no estaría acá a su lado joven contándole mi historia. Pero eso no quiere decir que el diablo no me haya escuchado.

El invierno del año 51, exactamente seis años después de la muerte de mi Amelia, jue aquí uno de los peores inviernos que se tenga memoria, no se como habrán estado las cosas por Guenos Aires, pero lo que fue acá, ese jue uno de los inviernos mas crueles, las temperaturas de noche congelaban todo, mi termómetro marcaba por bajo cero todo el día y la leña rápidamente comenzó a escasear por las lluvias y la nieve, así que me veía obligado a caminar los quince kilómetros hasta esta ciudad a buscar leña para mi ranchito.
Uno de esos días, recuerdo muy bien la fecha, seis de junio de mil novecientos cincuenta y uno, me levante, vestí y me trence en la lucha matutina con la puerta principal que tras esas heladas mañanas quedaba atrancada cada mañana por la escarcha y la nieve que se acumulaban. Al desencajar la puerta, un frío seco y penetrante me abofeteó la cara con una ráfaga que perforó mis ojos hasta hacerlos lagrimear. Al mirar el cielo comprendí que una enorme tormenta se avecinaba y que en poco tiempo mas, se levantaría un feroz viento acompañado posiblemente de una buena nevada y ya no pude pensar en los demás quehaceres, sabía que era cuestión de horas para ir en busca de la leña y protegerme en mi choza todo el tiempo que fuese necesario. Usted sabe joven que acá basta con conocer algunos indicios para adivinarle el clima a la naturaleza, es cosa de piel, de olfato y prestar atención a los cambios del aire. Acá de nada sirven los artefactos meteorológicos de la ciudad, todos sabemos que es lo que sucederá con el clima con solo mirar las nubes y escuchar los pájaros.
Sin perder tiempo tomé la carretilla y unas cuerdas para hacer los atados de leña, me abrigué lo más que pude y partí para lo de Don Jara, un ex empleado del ferrocarril que antes pasaba por estas zonas, y que había encontrado una salida al desempleo gastando en una motosierra el sueldo de su retiro forzoso.
Caminaba por el sendero que bordea el río Comechingones hasta el camino que conduce al pueblo, cuando a unos pocos kilómetros de mi casa, la tormenta comenzó a soplar. Y fue entonces, joven, que escuché algo que interrumpió mi andar apresurado, algo que rompió el silencio de aquel paisaje como si fuese el ruido de un palo seco al quebrarse. Se trataba de una voz profunda, casi como un susurro que yo al principio imaginé salía de mi propia y atormentada mente, pero que luego, no cabía dudas era pronunciada fuera de mí. Salía de entre las copas de los árboles que se zarandeaban al compás de la gélida correntada; pero no era ese fenómeno, salido de la garganta de vaya uno a saber quien lo que me estremeció, sino que la maldita voz, repitió una única palabra que me heló la sangre, una palabra que salió disparada en aquellos parajes pintados de gris plomizo. Una sola palabra que se expandió funestamente sobre mi cabeza como una maldición. La palabra, mi querido joven, que jamás podré olvidar, era ni más ni menos que el nombre de mi amada muerta: ¡Amelia!, ¡Amelia!.

-¡quien es!, ¡¿quien anda ahí!?-grité con todas mis juerzas, aunque mi voz salió entrecortada, como si el grito se me saliera más desde el dolor que del pánico. ¡¿quién se atreve a torturarme de esta manera!?, y unas lágrimas heladas por efectos del viento, comenzaron a correr por mis ojos y mejillas.
Yo entonces, como le dije, era un muchacho joven y bien formado, así que no lo dudé, y a pesar de mi desolación, me envalentoné e hice frente al punto cardinal del que creía salía dicha voz, pero nunca acerté, y cuando me dirigía al este, ¡Amelia! oía en el oeste, y cuando giraba al oeste, ¡Amelia! en el este repetía aquella endemoniada voz. Hasta que vencido me arrojé al suelo en cuclillas, y recé por mi alma y la de mi amada tapándome los ojos con mis brazos.
Me pareció estar así un siglo. Para cuando abrí mis manos y las alejé de mi, la voz había callado. Solo interrumpía el silencio, el fino silbido del viento que se cortaba entre las ramas de los árboles.
Mire enderredor, y nada, ni voz, ni ningún otro sonido que el viento chillando como una canción triste y oscura en mis oídos. Me incorporé y proseguí mi camino. Al llegar le compré a Don jara los fardos de leña y todo en un profundo silencio, solo pronuncie las palabras ¿Cuánto es Jarita? Y nada mas hasta llegar a casa con la tormenta que comenzaba a descargar su furia de viento y nieve.

La temperatura había bajado mucho para cuando llegue al rancho, pero tanto mas bajaba, mas grande yo hacía el fuego en el hogar. Aquella fue una tormenta terrible, parecía querer acabar con tuito el mundo, una tormenta poco común en esta zona. Eso provocó que me inquietara sobre todo con los ruidos, como cuando los postigos de una ventana que se habían zafado, se sacudieron y golpearon contra los muros hasta casi quebrarse de no ser por mi rápida asistencia. Pero mi querido joven, lo que ocurrió después, exactamente a eso de las ocho y media de la noche fue una de las experiencias más aterradoras de mi vida, y aún tartamudeo cuando los recuerdos afloran a mi mente.

Avivaba el fuego cuyas llamas ascendían ya por la boca del hogar, cuando un viento se coló por el túnel de la chimenea emitiendo un sonido espeluznante, nuevamente la voz que había oído en mi camino hasta el pueblo emergía ante mí. Nuevamente oía con toda claridad el nombre de mi amada Amelia que salía de entre las llamas como antes lo hiciera desde las copas de los arboles, solo que esta vez no podía confundir la dirección de aquella infausta voz, ¡Amelia!, ¡Amelia!: Salía de entre medio de las llamas.

Aun con un leño entre mis manos, solo pude estrujarlo contra mi pecho, y caer hacia atrás como empujado por un vaho caliente que sopló del fuego, como si un gigante al que se le incendia el estómago, hubiese suspirado y arrojado su hálito infernal contra mi. Sentado sobre la alfombrita que decora el piso de madera añejada de mi rancho, miraba hipnotizado por el terror el fuego del que lentamente comenzaron a ascender unas llamas extrañas, como si el cabello de una mujer volara de entre sus volutas incandescentes. Un cabello que a cada instante me resultaba sumamente familiar, hasta que por fin, un rostro fue figurándose, y ya no había dudas. Era el de mi Amelia.

Grité su nombre, ¿Amelia sos vos?, ¡Amelia!, ¡Ameliaaa!. Estaba como loco de alegría, terror y remordimientos ante aquella aparición, y miles de pensamientos se atropellaron en mi enloquecida cabeza, al tiempo que ella danzaba entre las llamas, sin inmutarse por el ardor que yo creía seguramente le infligían a su carne. Aunque en poco tiempo me di cuenta que hasta estaba disfrutando ese lugar como quien disfruta en un baño el aguita caliente.

¡Amelia!, ¡Amelia!, continué, hasta que por fin logré que me mirara, que sus hermosos ojos azabaches negros como la noche, tan hermosos como los higos maduros se posaran en mi atormentado rostro, me miraba fijo, ya no se movía al compás de las flamas sino que lentamente extendió los brazos y comenzó a llamarme por mi nombre, con esa voz que reconocería en una multitud: ¡Anselmo!, ¡Anselmo no estés triste!, vení, tomá mis manos, acercate por favor, te he extrañado mi amor, te he extrañado mucho.

No pude resistir mis impulsos, fue un arranque de locura que me arrastró sin pensar hasta sus brazos, sin importarme incendiar mi cuerpo, consumirme, hasta ser solo unas poquitas cenizas. Nada me importó joven, quería solo irme con ella, desaparecer de este mundo gris y ser lo que ella era ahorita para mi: solo un recuerdo. Pero en el mismísimo instante en el que mis brazos traspasaron las llamas, su hermoso rostro se esfumó entre mis dedos para convertirse en un rostro inmundo salido de las entrañas del infierno. Su peste a azufre inundó mis fosas nasales al tiempo que sus garras se habían apoderado de mis antebrazos forcejeándome para caer en el centro de la hoguera. Aún conservo el recuerdo de esas espantosas garras que hervían como dos hierros al fuego vivo. El dolor que sentí al verlas aferradas se mezcló ahí mismito junto con un aroma dulzón de carne quemada, en tanto yo gritaba y forcejeaba para zafar, el dolor y el olor se fueron apoderando de todo mi ser.
El inmundo engendro repetía con su gruesa voz: ¡vos me llamaste Anselmo, Vos lo pediste!, ¡ahora te venís conmigo!.
-¡Diablo inmundo!, grité, y pegue un salto gigantesco, no se de donde saqué juerzas pero mi cuerpo terminó en el medio de la sala, tirado nuevamente sobre la alfombra, con los brazos humeantes y totalmente quemados.
Entre el fuego, la bestia se me quedó mirando, ya no habló más, pero sus ojos petrificados bajo sus enormes cuernos de carnero no me perdían movimiento. Yo no sabía que hacer y me quedé ahí nomas, aguantando no gritar de dolor para no mostrar debilidá, ya sabía por los cuentos de los viejos que ese es el signo de los que se pierden, por lo que allí estábamos los dos, mirándonos como dos fieras a punto de abalanzarse y destruirse, entonces sucedió lo inexplicable, la bestia comenzó a silbar una melodía muy hermosa, ¿sabe que joven?, estaba entonando una chacarera y repetía la estrofa:

…El diablo me anda buscando
no me encontró,
parece que yo le debo
un alma o dos…

Y tarareando esas estrofas se fue desvaneciendo de entre las llamas como el solcito al atardecer. La tormenta siguió toda la noche, y en todo ese tiempo no me animé a bajar mi guardia, ahí nomás me quedé, tirado en el medio de la sala a esperar que el fuego se apagara solo, eso sucedió cuando los primeros rayitos de sol comenzaron a filtrarse por los agujeritos de las ventanas.


Y ese fue el relato de Anselmo mis queridos sobrinos. Imagino, mientras escribo estas palabras, se estarán preguntando si lo que me contó este viejo, en ese rincón de sombra esa tarde fue real. No se preocupen, yo mismo me hacía esa pregunta cuando el viejo, agotado por los recuerdos y el sofocante sol de la tarde me pidió disculpas y nuevamente subió a la estatua a recostarse entre las patas del caballo de San Marín. Yo me quedé sentado, ya no podía dormir y solo permanecí contemplando como el sol caía lentamente por sobre las casitas bajas del pueblo, hasta que el bocinazo del micro me anunció la partida. Me incorporé estirando mi cuerpo hasta sacarle los últimos restos de modorra, y antes de partir observé el bulto negro que ya dormía profundamente dejando caer uno de sus brazos. Ustedes mis amados sobrinos sabrán, porque compartimos la misma duda, que mi curiosidad pudo más que la decencia de no molestar a aquel hombre torturado por su pasado, que seguramente, o por lo menos yo lo creí hasta ese momento, había estado inventando en su cabeza toda esta historias, a causa de esa pena tan profunda, como fue perder a su amada. Como les decía, mi curiosidad pudo más, por lo que me acerqué a su brazo y sin que mis movimientos pudiesen interrumpirle el sueño corrí la manga de su camisa que por suerte no estaba abrochada muy lentamente, tan imperceptible fue mi movimiento que tranquilamente podría haber sido el ligero efecto de una brisa. Pero cuando hube corrido la camisa hasta traspasar el punto del codo el horror de ver una cicatriz de quemadura invadió mi mente, pero mi espanto fue aún mas, con la forma de esa cicatriz, era la forma de una mano inmensa, parecida a una garra de gato pero mucho, muchísimo mas grande. Y debe haber sido la impresión, lo que me provocó un movimiento muy torpe que despertó la viejo, que sin incorporarse, clavo esa mirada picara en mis ojos aterrados y comenzó a susurrar, expeliendo un halito funesto, ¡Ameliaaa!, ¡Ameliaaaaaa!.


fin