lunes, 7 de enero de 2013







Por sus venas corría una fiebre anónima, un espíritu impregnado de miradas de desprecio. Sus ojos amanecían entre los cartones desparramados a un costado de las calles empedradas de San Telmo y de ahí en mas todo era una deriva, ir de aquí para allá, transitando los restos de una ciudad empapada de miserias y sin tiempo para las miserias ajenas. Por supuesto que nada la aferraba mas al mundo que compartir sus propios restos de humanidad con Homeless, su hijo. Caminar juntos perdidos en la noche alucinada de la calle Corrientes, esquivando el taconeos frenético de las parejas de porteños heridas a muerte de tedio, y pidiendo las sobras de una Pizza rebosante de mozzarella que devoraban contemplando el obelisco, ese extraño tótem de una civilización que no los quería. Homeless aún recordaba que el primer día que llegaron a Buenos Aires, huyendo de la furia de su padre, hacía un calor insoportable de treinta y nueve grados que derretía hasta los pensamientos, y mientras su madre buscaba una pensión en la que gastaría las últimas reservas del dinero, salió a dar una vuelta por esa abrumadora geografía del barrio de once, plena de los resabios escuálidos de una ciudad destinada al sueño decimonónico moderno de una elite pero ya para esos años devenida en una inválida, acosada por el lumpen-proletario inmigrante, a los que atacaba desprendiendo en sus cabezas los restos de las molduras de hoteles decadentes y casonas derruidas de estilo francés. Recordaba que en una de las ochavas un grupo de jóvenes de alguna agrupación política pintaban un mural que recordaba al explotado obrero latinoamericano, de inmediato se acercó y no tardó mucho en ganar el aprecio de una joven que le dio dos obsequios; una brocha impregnada de una hermosa pintura verde, con la que retrató su perdido valle de Sierra Colorada, y una calcomanía del Che Guevara. Homeless no tenía ni idea de quien era ese tipo, pero al subir a la habitación del hotel, de la que sería su última vivienda, lo primero que hizo fue pegarla en el enorme ventanal que daba justo a la ochava en la que aún los jóvenes pintaban las consignas de una patria socialista exactamente al lado de su enorme y verde valle recién pintado.   

viernes, 4 de enero de 2013






Homeless soñaba con disparos. Tras el sobresalto, examinó por el rabillo del ojo el fogonazo de cohetes y bengalas que retumbaban dentro del puente. Sus vecinas las palomas, inquilinas de cuanta brecha de concreto existiese en la construcción, abandonaron sus nidos al unísono, aterrorizadas por los traqueteos de las explosiones y dejaron tras de sí una lluvia de plumas, polvo y el piar de sus famélicos pichones. Homeless comprendió que había empezado un año nuevo. Terminó de incorporarse y estornudó tres veces, siempre había sido alérgico a las plumas de las aves, y tras escrutar entre las mantas advirtió que ninguno de sus perros se encontraba a su lado, habían huido seguramente a refugiarse bajo las ruedas de los autos del estacionamiento. Sin preocuparse por ellos se sentó en el colchón y apoyó su espalda contra el muro, abrió su bolsita de arpillera y armó un cigarrito con la paciencia y la destreza de un cirujano plástico para luego colocarlo entre sus labios, agrietados por la sed y seguramente los efectos de la cirrosis. Pensó en los fines de año y en el recuerdo de uno solo de ellos, el de siempre, cuando apenas tenía ocho años. Su padre, en el instante liminar en que los relojes marcan lo que nunca han podido señalar, cuando el retumbe de los cohetes tronaban por toda Sierra Colorada, tomó un revolver Colt 38 largo y sin avisarle a nadie se fue al fondo de la casa a dispararle a un algarrobo de más de ciento cincuenta años. Pum! Pum! Sonaban los balazos, Kapum! Fshhh! Sonaban cohetes y bengalas y Homeless, único testigo de la ira de su padre presenció aquella sinfonía de pólvora, aquel despertar hacia nuevos años, uno tras otro, en tanto algún que otro estornudo le recordaba que las aves estaban huyendo sin sus pichones.