jueves, 28 de marzo de 2013














FRÍO


Apenas han transcurrido unos pocos minutos que desperté con la angustia del llanto. Por eso no tengo otra alternativa que desfigurar, para en todo caso, figurar el sueño que tuve esta mañana.
En este mi sueño los viajes de ruta conducen más allá del espacio y el tiempo. Los micros, y esta advertencia la supe de parte de uno de sus choferes, cuando emprenden un viaje nunca se sabe dónde terminan. Los paisajes los reconozco, siempre son los mismos, después de todo en la provincia las extensas llanuras de campos avanzan parejas, a lo lejos muy lentamente y bajo la ventana a una velocidad que solo permite ver estelas multicolores. Pero todo eso cambia radicalmente cuando el vehículo se adentra en un poblado. Ahí la cosa es distinta, todo muta: el olor, los colores, las casas, las personas, su andar, sus vestimentas, los nudos de las corbatas en los hombres que corren a sus trabajos y los pañuelos de seda azul que cubren los ruleros en las cabezas de las mujeres que barren la vereda, incluso en una mañana fría como esa. Todo cambia y uno sabe que está en el mismo espacio que todo ese gentío pero, definitivamente, en otro tiempo.
Así sucedió. El paisaje había cambiado tras los ventanales, y cuando el micro finalizó sus agotadoras maniobras en la terminal y yo las mías frente a la compuerta de salida, ese mundo se desparramó ente mí en su total extrañez. Bajé e Intenté protegerme caminando indiferente a todo, procurando penetrar el esquema de normalidad del lugar, “como si no pasara nada”, como si fuese un buen ciudadano de buena familia que avanza por la calle hacia algún sitio.
-La gente que no es de un tiempo- pensé -es fácilmente reconocible-. así sucedió, al poco de andar escuché que desde un grupo de personas que tocaban la guitarra, tirados en un parque, me llamaban entonando un silbido sordo. Al acercarme, no sin un dejo de desconfianza, pude conocer al dueño del silbido, se trataba de un tipo flaco y largo, de piel blanca, cabello rojizo y pecas del mismo color por toda la cara que sin darme tiempo me espetó un –vos no sos de acá, ¿llegaste recién?, vení, quedáte un rato, ya está oscureciendo y en un momento vamos a lo de un amigo a buscar unas flores para fumar. Así de intensa la invitación, por supuesto accedí.
Los integrantes de ese concilio eran la caricatura exacta de un film tipo Woodstock o la película del festival BArock de los 70s. Además del colorado, el grupo lo integraba una adolescente de unos veinte años encargada de tocar la guitarra, me llamó la atención su rara belleza, similar a las madonas de Modigliani. A su lado, recostado con los brazos tras la nuca un joven gordo y petiso vestido con un jardinero y gorra gris de jubilado tarareaba sin saber las melodías que la chica interpretaba. Todos vestidos con ropas hippies masticaban casi sin mover los labios canciones que yo reconocí de inmediato pero que me negué a cantar. Tras observar mi mutismo, el colorado señaló en tono picaresco, -claaaro vos estas esperando sumo ¿no?-  el asombro luego tornado en una sonrisa baja precedió a la lógica auto-explicación de que él también viajaba en el tiempo. Habría llegado en otro micro, -últimamente los viajes se están poniendo de moda- musité en voz baja.
La chica Modigliani en un momento dejó de tañir la guitarra, se levantó de un salto alargando su largo cuello y acusó al resto –bueno loco, ya nadie canta, está oscureciendo y me cago de frío, vamos a buscar las flores?- al terminar la llamada imperativa todos se incorporaron y estiraron manos cuello y espaldas,-Dale colo-  dijo el gordo –me pidió que pase a las 8-.
En el camino sonaban los chistes y las risas tronaron por toda la cuadra, recuerdo que el principal motivo de risa era que en un momento comenté mi afición a escribir cuentos futurísticos y entonces eso me permitió hablar y hacer  bromas sobre mi tiempo. Sabía que ninguno, excepto el colorado, sabía de qué hablaba y por ello mencioné los celulares, internet, Facebook y efemérides de todo tipo y color y claro, todos pensaban que yo relataba los esquemas preliminares de cuentos o novelas de ciencia ficción y literalmente se morían de risa.
Al llegar a la casa del proveedor de las flores ya eran como las diez de una noche que realmente había comenzado a helar, inquirí al colorado en qué mes estábamos y tras dudar unos segundos respondió –marzo-. -un día tan frío en marzo-, pensé -indudablemente no solo los paisajes tecnológicos y las modas cambian con los años, tal vez sea cierto aquello del calentamiento global. Me preguntaba cómo uno puede tiritar tanto en un sueño, así que apenas entramos  me apoltroné en un sillón BKF de mullido corderito. La casa era amplia, reconocí al instante el estilo racionalista porque era el estilo que amaba mi madre y que abundaba en las revistas de diseño de los años setenta que aún juntan polvo en el estudio de casa. El dealer, un pibe de unos diecisiete años, hablaba sin parar de sus plantas, de los hermosas que estaban, de lo difícil que era para él haber conseguido el permiso de sus padres, ambos –lógicamente arquitectos- para tenerlas en el jardín y realmente por el tamaño de los cogollos que desparramó en la mesa ratona de vidrio que adornaba el centro de la sala, estábamos evidentemente ante un entusiasta cultivador que luego de muchos ensayos y errores había logrado pulir su técnica. La conversación sobre sustratos, tierras y mambos avanzaba mientras la chica Modigliani preparaba el cigarro acompañando su tarea con el tarareo de un tema de Manal. Así avanzaron las horas, la charla se enroscaba entre el humo de la marihuana y los debates sobre quién conocía las últimas novedades de la movida Beat y si volverían las glorias pasadas del peronismo.
-Yo no sé para qué carajo vino el viejo, armó flor de quilombo y se murió, para eso debería haberse quedado exili…- refunfuñaba el gordo recostado en la misma posición de la plaza pero esta vez bajó los pies de la chica Modigliani, que sin dejarlo terminar la frase le retrucó –cállate gordo si los troskos como vos jamás van a entender lo que significa el movimiento peronista - -si,- retrucó el gordo mientras entornaba su gorra gris sobre la cara- significó la apoteosis de las masas trabajadoras dirigidas por un brujo fascista y una magdalenita riojana que no entiende nada-. En eso el semblante blanco lleno de pecas del colorado, se tornó casi del mismo color que sus rulos,  se levantó de un salto y cortó en seco la “disputatio” política  –¡loco y la reputa madre!- y su rostro se descompuso en una mueca horrorosa mezcla de angustia y odio –¿no pueden dejar de joder?, che… ¡paz y amor!, ¿les suena eso?, no queda tanto tiempo, siéntense y disfruten- Y se quedó parado en el medio del living con los brazos agarrándose la cara, al final y casi como un sollozo volvió a decir, -disfrutemos, queda poco tiempo y cuando recuerde este momento, dentro de veinte segundos o veinte años voy a decir, aún entonces había algo de tiempo, yo sé porqué lo digo- y se dejó caer en el medio de la sala en cuclillas en una posición fetal vertical. El silencio fue brutal, solo cortado por la chica Modigliani que se le acercó para abrazarlo y besarle las manos que no se despegaban de la cabeza. –Bueno che, prometo no pelear más con este gordo boludo, además si seguimos así vamos a terminar casados- todos nos miramos conteniendo la risa por respeto a la escena dramática del colorado, pero no duró mucho, enseguida el propio colorado estalló en una carcajada y todos lo seguimos gustosos. Al poco tiempo se dejó ver nuevamente y se sentó bajo mis pies. La reunión había sido salvada por la risa –pensé- y esa sensación me alivió, realmente pude sentir algo increíble esa noche, lo sé, es raro. No recuerdo que algún sueño me haya impactado tanto, sentía una obstinada sincronía con lo que siempre había imaginado debía ser la libertad, algo que tal vez con los años había perdido de vista.
Los sonidos de la reunión nuevamente fluctuaban entre temas como la mejor banda argentina o si “Billy Bond y la pesada” eran una manga de retardados, cuando el colorado se dio vuelta y me pidió que saliéramos al patio. Se levantó de inmediato y ambos cruzamos la mesa ratona llena de cogollos y el resto del living hasta la puerta corrediza que daba al jardín de la alegría. Una vez fuera la helada nos quebró la risa, el colorado saco un paquete de cigarrillos y me ofreció, yo me negué cortés pero decidido, -¿no fumas?, dijo como para abrir el diálogo, -no colo, solo fumo marihuana- dije y observé como sacaba un Parliament y lo encendía provocando un efecto extraño en la mezcla de colores del fuego y su cabellera rojiza. Nos quedamos en silencio tiritando bajo la luna que lentamente desaparecía entre un montón de nubes, hasta que deseando regresar nuevamente a la casa apuré el motivo por el  que me había pedido salir, - ¿pasa algo che?, lo que dijiste recién ¿de dónde vino?-. El colorado dio una pitada larga, volcó la cabeza hacia atrás y largó el humo sin soplarlo, solo abrió la boca, y las volutas ascendieron haciendo cabriolas hasta ligarse con los últimos rayos de luna. Luego confesó -es un poema que escribió mi viejo- lo hizo antes de ser secuestrado y repitió las mimas palabras pero completando el poema: “el truco de revivir los pasos perdidos, es no dejarse engañar por el repiqueteo del taconear del tiempo, uno dice, ya no queda tiempo, pero cuando lea esto, en veinte segundos o veinte años diré, aún entonces, había tiempo”, por eso estamos acá, vos y yo, -¿acá dónde?- apuré -acá-, dijo señalando la casa y cuando dirigimos la mirada hacia el interior el resto del grupo se despanzurraban de risa del otro lado de la puerta corrediza, -este es un regalo, ¿no te das cuenta?, ¿no sabes que día es hoy?, en este momento se están juntando todas las jerarquías militares para el golpe que van a dar dentro de tres días, hoy es 21 de marzo de mil novecientos setenta y seis, y ese gordito y la chica son mis viejos, dentro de quince días los van a chupar los servicios, ninguno de ellos va a sobrevivir.
Ambos quedamos en silencio, el colorado dio otra pitada al parliament y en el movimiento pude ver como su mano temblaba al llegar a la boca. Pensé en el frío que nos envolvía el cuerpo, el frío de la noche, el frío de la muerte, de aquella revelación y en todos los fríos. Pensé que hay muchos fríos y en lo equivocado de la frase “tengo un frío que…”. El colorado no dijo nada más, luego de hablar dio media vuelta y rumbeó hasta el fondo del jardín hasta las plantas que sabiamente el  dealer había colocado tras el muro más alto, fuera de la vista de vecinos chusmas, luego torció una de sus ramas florecidas y la llevó a su nariz. A mí se me atoraron las palabras, me tiritaba la mandíbula y solo pude musitar –pero ¿de qué carajo estás hablando? El colorado dejó la rama y regresó hasta mí, pero su cara presentaba un rictus deformado. –¡si decís algo, la cagas boludo!. Mirá flaco nosotros no podemos intervenir, estamos acá porque los sueños se comportan así, porque “nuestros” sueños se comportan así y me sorprende que no te sepas las reglas, pero ¡es así!, si les decís algo, si les advertís del peligro que corren todo se rompe, todo se desvanece y desaparece como el humo de este cigarrillo, como en matrix, ¿entendés?, nada de esto es real, no existe esta casa ni… ni esas plantas, ni siquiera el mambo que tengo ahora ni nada, esto es solo una película que estás creando en tu mente pero esta película me permite conocer a mis viejos, y compartir un momento con ellos. Tuve que traerte con nosotros porque, y no me preguntes cómo, alguien o algo me explicó las reglas. Si vos no venias con nosotros nada hubiese pasado, estas acá, como…, como un proyector de cine, estás proyectando todo esto, así que te prevengo que no abras la boca y te quedes hasta el final- y tras arrojar el cigarrillo contra uno de los muros provocando un estallido de fosforescencia roja agregó –por favor, no digas nada- y marchó a hasta la puerta corrediza para meterse en la casa.
Me quedé un rato más, observe el festejo de todos cuando el colorado entró. Era como si hubiera cruzado un portal hacia otra dimensión, a otra de mis creaciones. Su semblante blanco y pecoso volvía a sonreír a carcajadas, seguramente con las ocurrencias del gordo, su padre y sin siquiera dirigirme una mirada se despanzurró en el piso con un porro en la boca.
– ¡Que frío!- pensé, -¡cuántos fríos la reputa madre me estoy helando!-. Miré al cielo que ya estaba completamente encapotado y empezaba a amanecer. Las nubes prometían un chaparrón, así que no dudé en seguir los pasos del colorado y volver al calor de la casa –aunque no sea real- me dije -era mejor que estar ahí afuera-. Abrí la puerta y las risas habían devenido en un canto colectivo, “me gusta ese tajo” del flaco Spinetta retumbaba por todo el living y el gordito al verme entrar me aclaró –no te ofendas loco, pero empezamos a hablar de las tetas de la Sarli y terminamos en esto- reí a carcajadas mientras ellos entonaban: “me gusta ese tajoooo que ayeeeer conoci” y yo reía y acompañaba con las palmas, pero algo estaba mal, -después de todo- pensaba -es mi film, es mi decisión y yo sabía lo que les esperaba, -¿por qué no?, ¿por qué no torcer el guión de un simple sueño de mierda?, ¿no es demasiado con lo que sucedió en realidad?, ¿por qué no modificar el final de un sueño, aunque sea un puto y extraño sueño como este?. No tiene porqué terminar como dice el colorado y ya que lo pienso:  ¿quién dice que él mismo no sea una fantasía mía, un fantasma más?, “me gusta ese tajo, que ayeeeeer conociii”  -no me puedo ir de aca así- “Ella me calienta la quiero invitar a dormir”, -que frío, puta madre que frío- “Con sus lindas piernas ella me hace pensar debo destruir la mierda de esta ciudad”. No pude más, una sensación extraña comenzaba a envolverme y sin poder aguantar de un salto me incorporé mientras murmuraba –-el frío de mierda, el frío de mierda- di vueltas por el living y todos hicieron silencio, sentí sus miradas clavadas en la nuca, -¡el frío de mierda, los fríos!- nadie hablaba, estaban ahí parados como petrificados y yo corría de un lado a otro, ¡no es así!, ¡por favor se tienen que salvar! En el patio comenzaban a filtrarse los primeros rayos de un sol otoñal y mis gritos espantaron a los pájaros mañaneros que se acercaban al pasto húmedo a comer lombrices, ¡se tienen que salvar, este mi sueño, si los agarran así, cantando fumando, si los agarran!, y se me quebraba la voz, sentía que no podía dar el mensaje vital ¡se viene un golpe, es ese Videla y ese Massera y ese otro que nunca me acuerdo, los van a matar a todos!, ¡corten las plantas!, ¡váyanse, sálvense! Y mi voz fue apagándose hasta ser solo un pequeño hilo, un hilo frágil y sordo perdido en las mañanas del tiempo.

viernes, 8 de febrero de 2013



El padre de Homeless visitaba los bañados rebosantes de musgo y garzas en Sierra Colorada, adentrándose entre los humedales hasta un pequeño montículo de tierra y rocas que servía de isla robinsoniana.  Allí se quedaba largos ratos con la mirada clavada en el vaivén de los juncos. Leía a los gritos poesía cubana, chilena, nicaragüense, uruguaya y argentina, y dejaba que los versos flotaran por el silencio del lugar, interrumpido solo por los cortos reflujos de agua que el viento empujaba hacia la costa. Sentía el abrazo de esas voces que resistían el avance de la muerte, la represión y la miseria de aquellos tiempos con el color y la música de las palabras. Un día, para sorpresa de Homeless, su padre lo arrancó de su deber de colegial madrugador y se lo llevó con el rastrojero al pueblo. En el camino le explicó que un gran poeta cubano había llegado de incógnito a la ciudad y que ese era un gran acontecimiento porque la poesía, según él, tenía como fin engendrar las palabras que dieran a luz a las nuevas sociedades. El viaje duró más de dos horas y para que Homeless conociera a este poeta su padre sacó de la guantera del vehículo uno de sus libros y le pidió que lo leyera en voz alta. Homeless al principio pasó las hojas con la displicencia de un notario ante un montón de aburridos números y cálculos y luego comenzó a leer un poema rarísimo y lleno de música:
“Aé, vengan a ver/aé, vamo pa ver/¡Vengan, sóngoro cosongo,/sóngoro cosongo/ de mamey!”
-¡Bien mi hijito lea, lea más, grite la poesía!
Paloma del palomar, /cuando tú pases por México/ no dejes de preguntar/ quien me cerró la puerta a que llamo yo,/paloma del palomar.
¡Tal vez te puedan decir, /paloma del palomar, /quién es quién la puede abrir/y quién la mandó cerrar!
-Muy Bien mi`jito, así, más fuerte carajo, lea, lea!
Homeless empuñó las palabras como dagas afiladas y a pesar del titubeo, leía fuerte, gritando cada estrofa que resonaba en la cabina como una declaración de guerra, incluso cuando la camioneta tuvo que detener su camino en el control policial. Pero al leer las siguientes estrofas: “Ya sabrás algún día porqué tu padre gime,/y cómo el mismo brazo que ayer lo hizo/mendigo,/engorda hoy con la sangre que de tu pecho exprime”, la estanciera se cerró en un silencio de sepulcro y la euforia del padre ante cada verso no volvió a encenderse en lo que restara del viaje. Homeless prefirió continuar con la lectura en silencio. Al llegar al pueblo su padre estacionó la camioneta frente a la cancha cubierta de fútbol del Club Social y Cultural de Sierra Colorada y entre empujones se ubicaron en una de las gradas agitada por los saltos que cada tanto provocaba el canto “Cuba, Cuba, Cuba, el pueblo te saluda” que algunos jóvenes hacían rebotar con un efecto de delay en el techo de chapa. En el centro de la cancha, tras una enorme mesa enfundada en una bandera cubana, emergía Nicolás Guillén con casi ochenta años y marcadas dificultades para moverse y hablar. A Homeless, aquel hombrecito le pareció una pequeña bolita de nieve y chocolate que con una voz lenta pero tan musical como los versos que había leído en el viaje, respondía las preguntas de los presentes y agradecía las muestras de afecto y camaradería.  Al concluir el encuentro, el padre lo tomó del brazo y sin mayores esfuerzos, debido a su robusta corpulencia, pudo llevarlo hasta el poeta que a duras penas y ayudado por personas de la comitiva cubana, lo ayudaban a descender del escenario.
-¡Andá m`ijito, decile que te firme el libro, hablale de la poesía, preguntale si los chicos en Cuba leen sus poemas.
Guillén caminaba apoyado en los brazos de sus coterráneos, sin muletas y sin bastón, y con un  círculo de personas que avanzaba conforme él lo hacía. Parecía un juego, algo así como un Antón pirulero con una ronda de aduladores que se desplazaban al compás del anciano poeta. En un momento una hendija se abrió en el círculo humano y Homeless avanzó hacia el poeta con el libro entre las manos. Al verlo, Guillén detuvo la marcha y escrutó con sus negros ojazos el semblante del niño y el “Sóngoro Cosongo” que bailaba entre sus temblorosos dedos, hasta que por fin, entonando esa eterna y rítmica melodía que a Homeless le encantaba, le preguntó:
-Te ha gustado el libro?    
Homeless se dio cuenta que la atención del poeta en él había provocado un silencio repentino y absoluto, ya nadie agradecía, nadie le preguntaba nada, los brazos que intentaban tocarlo se detuvieron y ante todo el circulo había estancado su perezosa marcha hacia el automóvil que regresaría a Guillén al hotel.
No respondió, solo extendió el libro y no sin un poco de dificultad Guillen lo aferró con sus negras manos y lo firmó en la portada con un escueto “Guillén 85”; luego, acercando su enorme cabeza hasta el oído de Homeless le susurró cantando:
- aé, vamo pa ver/¡Vengan, sóngoro cosongo,/sóngoro cosongo/ de mamey!



Homeless se incorporó ese lunes bajo el cilo de la empresa cementera "del plata" con el sonido tintineante de la arena rebotando en las entrañas de los caños transportadores. Pensaba: "la arena del río, indispensable para el cemento que me cobija".

lunes, 7 de enero de 2013







Por sus venas corría una fiebre anónima, un espíritu impregnado de miradas de desprecio. Sus ojos amanecían entre los cartones desparramados a un costado de las calles empedradas de San Telmo y de ahí en mas todo era una deriva, ir de aquí para allá, transitando los restos de una ciudad empapada de miserias y sin tiempo para las miserias ajenas. Por supuesto que nada la aferraba mas al mundo que compartir sus propios restos de humanidad con Homeless, su hijo. Caminar juntos perdidos en la noche alucinada de la calle Corrientes, esquivando el taconeos frenético de las parejas de porteños heridas a muerte de tedio, y pidiendo las sobras de una Pizza rebosante de mozzarella que devoraban contemplando el obelisco, ese extraño tótem de una civilización que no los quería. Homeless aún recordaba que el primer día que llegaron a Buenos Aires, huyendo de la furia de su padre, hacía un calor insoportable de treinta y nueve grados que derretía hasta los pensamientos, y mientras su madre buscaba una pensión en la que gastaría las últimas reservas del dinero, salió a dar una vuelta por esa abrumadora geografía del barrio de once, plena de los resabios escuálidos de una ciudad destinada al sueño decimonónico moderno de una elite pero ya para esos años devenida en una inválida, acosada por el lumpen-proletario inmigrante, a los que atacaba desprendiendo en sus cabezas los restos de las molduras de hoteles decadentes y casonas derruidas de estilo francés. Recordaba que en una de las ochavas un grupo de jóvenes de alguna agrupación política pintaban un mural que recordaba al explotado obrero latinoamericano, de inmediato se acercó y no tardó mucho en ganar el aprecio de una joven que le dio dos obsequios; una brocha impregnada de una hermosa pintura verde, con la que retrató su perdido valle de Sierra Colorada, y una calcomanía del Che Guevara. Homeless no tenía ni idea de quien era ese tipo, pero al subir a la habitación del hotel, de la que sería su última vivienda, lo primero que hizo fue pegarla en el enorme ventanal que daba justo a la ochava en la que aún los jóvenes pintaban las consignas de una patria socialista exactamente al lado de su enorme y verde valle recién pintado.   

viernes, 4 de enero de 2013






Homeless soñaba con disparos. Tras el sobresalto, examinó por el rabillo del ojo el fogonazo de cohetes y bengalas que retumbaban dentro del puente. Sus vecinas las palomas, inquilinas de cuanta brecha de concreto existiese en la construcción, abandonaron sus nidos al unísono, aterrorizadas por los traqueteos de las explosiones y dejaron tras de sí una lluvia de plumas, polvo y el piar de sus famélicos pichones. Homeless comprendió que había empezado un año nuevo. Terminó de incorporarse y estornudó tres veces, siempre había sido alérgico a las plumas de las aves, y tras escrutar entre las mantas advirtió que ninguno de sus perros se encontraba a su lado, habían huido seguramente a refugiarse bajo las ruedas de los autos del estacionamiento. Sin preocuparse por ellos se sentó en el colchón y apoyó su espalda contra el muro, abrió su bolsita de arpillera y armó un cigarrito con la paciencia y la destreza de un cirujano plástico para luego colocarlo entre sus labios, agrietados por la sed y seguramente los efectos de la cirrosis. Pensó en los fines de año y en el recuerdo de uno solo de ellos, el de siempre, cuando apenas tenía ocho años. Su padre, en el instante liminar en que los relojes marcan lo que nunca han podido señalar, cuando el retumbe de los cohetes tronaban por toda Sierra Colorada, tomó un revolver Colt 38 largo y sin avisarle a nadie se fue al fondo de la casa a dispararle a un algarrobo de más de ciento cincuenta años. Pum! Pum! Sonaban los balazos, Kapum! Fshhh! Sonaban cohetes y bengalas y Homeless, único testigo de la ira de su padre presenció aquella sinfonía de pólvora, aquel despertar hacia nuevos años, uno tras otro, en tanto algún que otro estornudo le recordaba que las aves estaban huyendo sin sus pichones.