viernes, 8 de febrero de 2013



El padre de Homeless visitaba los bañados rebosantes de musgo y garzas en Sierra Colorada, adentrándose entre los humedales hasta un pequeño montículo de tierra y rocas que servía de isla robinsoniana.  Allí se quedaba largos ratos con la mirada clavada en el vaivén de los juncos. Leía a los gritos poesía cubana, chilena, nicaragüense, uruguaya y argentina, y dejaba que los versos flotaran por el silencio del lugar, interrumpido solo por los cortos reflujos de agua que el viento empujaba hacia la costa. Sentía el abrazo de esas voces que resistían el avance de la muerte, la represión y la miseria de aquellos tiempos con el color y la música de las palabras. Un día, para sorpresa de Homeless, su padre lo arrancó de su deber de colegial madrugador y se lo llevó con el rastrojero al pueblo. En el camino le explicó que un gran poeta cubano había llegado de incógnito a la ciudad y que ese era un gran acontecimiento porque la poesía, según él, tenía como fin engendrar las palabras que dieran a luz a las nuevas sociedades. El viaje duró más de dos horas y para que Homeless conociera a este poeta su padre sacó de la guantera del vehículo uno de sus libros y le pidió que lo leyera en voz alta. Homeless al principio pasó las hojas con la displicencia de un notario ante un montón de aburridos números y cálculos y luego comenzó a leer un poema rarísimo y lleno de música:
“Aé, vengan a ver/aé, vamo pa ver/¡Vengan, sóngoro cosongo,/sóngoro cosongo/ de mamey!”
-¡Bien mi hijito lea, lea más, grite la poesía!
Paloma del palomar, /cuando tú pases por México/ no dejes de preguntar/ quien me cerró la puerta a que llamo yo,/paloma del palomar.
¡Tal vez te puedan decir, /paloma del palomar, /quién es quién la puede abrir/y quién la mandó cerrar!
-Muy Bien mi`jito, así, más fuerte carajo, lea, lea!
Homeless empuñó las palabras como dagas afiladas y a pesar del titubeo, leía fuerte, gritando cada estrofa que resonaba en la cabina como una declaración de guerra, incluso cuando la camioneta tuvo que detener su camino en el control policial. Pero al leer las siguientes estrofas: “Ya sabrás algún día porqué tu padre gime,/y cómo el mismo brazo que ayer lo hizo/mendigo,/engorda hoy con la sangre que de tu pecho exprime”, la estanciera se cerró en un silencio de sepulcro y la euforia del padre ante cada verso no volvió a encenderse en lo que restara del viaje. Homeless prefirió continuar con la lectura en silencio. Al llegar al pueblo su padre estacionó la camioneta frente a la cancha cubierta de fútbol del Club Social y Cultural de Sierra Colorada y entre empujones se ubicaron en una de las gradas agitada por los saltos que cada tanto provocaba el canto “Cuba, Cuba, Cuba, el pueblo te saluda” que algunos jóvenes hacían rebotar con un efecto de delay en el techo de chapa. En el centro de la cancha, tras una enorme mesa enfundada en una bandera cubana, emergía Nicolás Guillén con casi ochenta años y marcadas dificultades para moverse y hablar. A Homeless, aquel hombrecito le pareció una pequeña bolita de nieve y chocolate que con una voz lenta pero tan musical como los versos que había leído en el viaje, respondía las preguntas de los presentes y agradecía las muestras de afecto y camaradería.  Al concluir el encuentro, el padre lo tomó del brazo y sin mayores esfuerzos, debido a su robusta corpulencia, pudo llevarlo hasta el poeta que a duras penas y ayudado por personas de la comitiva cubana, lo ayudaban a descender del escenario.
-¡Andá m`ijito, decile que te firme el libro, hablale de la poesía, preguntale si los chicos en Cuba leen sus poemas.
Guillén caminaba apoyado en los brazos de sus coterráneos, sin muletas y sin bastón, y con un  círculo de personas que avanzaba conforme él lo hacía. Parecía un juego, algo así como un Antón pirulero con una ronda de aduladores que se desplazaban al compás del anciano poeta. En un momento una hendija se abrió en el círculo humano y Homeless avanzó hacia el poeta con el libro entre las manos. Al verlo, Guillén detuvo la marcha y escrutó con sus negros ojazos el semblante del niño y el “Sóngoro Cosongo” que bailaba entre sus temblorosos dedos, hasta que por fin, entonando esa eterna y rítmica melodía que a Homeless le encantaba, le preguntó:
-Te ha gustado el libro?    
Homeless se dio cuenta que la atención del poeta en él había provocado un silencio repentino y absoluto, ya nadie agradecía, nadie le preguntaba nada, los brazos que intentaban tocarlo se detuvieron y ante todo el circulo había estancado su perezosa marcha hacia el automóvil que regresaría a Guillén al hotel.
No respondió, solo extendió el libro y no sin un poco de dificultad Guillen lo aferró con sus negras manos y lo firmó en la portada con un escueto “Guillén 85”; luego, acercando su enorme cabeza hasta el oído de Homeless le susurró cantando:
- aé, vamo pa ver/¡Vengan, sóngoro cosongo,/sóngoro cosongo/ de mamey!



Homeless se incorporó ese lunes bajo el cilo de la empresa cementera "del plata" con el sonido tintineante de la arena rebotando en las entrañas de los caños transportadores. Pensaba: "la arena del río, indispensable para el cemento que me cobija".