martes, 20 de enero de 2015









Jupiter

No vimos nada. La noche nos ocultó el bulto que cayó en un instante tras nuestra ventana, no vimos ninguna sombra, no escuchamos ningún grito.
Esa caída debe haber demorado un siglo pensé. Cientos de años para ser más exacto, un desplome infinitamente lento y con tiempo suficiente como para que las luces de la ciudad resulten extremadamente bellas. Lo que sucedió luego fue una explosión - el termino es correctísimo- y los treinta y un pisos del edificio vibraron como si un pequeño temblor, de esos que remecen a Santiago cada tanto hubiese sacudo la mole desde sus cimientos.
Detuve lo que veíamos en el computador y nos miramos, en la pantalla quedó congelada la imagen de la serie “House Of Cards” en el que la mujer de Underwood, Claire, pone en jaque a unos generales norteamericanos que recomendaban en un folleto informativo sobre casos de acosos sexual “entregarse antes que resistirse”.
Nos incorporamos consternados, de un salto y sin decirnos ni una palabra cada uno fue en busca de una ventana. Sandra optó por ver desde  el  living, pero allí hay que correr todas la plantas lo que me dio ventaja para ser el primero en mirar desde el dormitorio. Abajo, como un pequeño grupo de muñecos de trapo yacían desparramados  los cuerpos, en el medio del concreto gris manchado de aceite de la playa de estacionamiento.
-Sandra! grite -alguien se tiró, se mató, se mató-
Sandra se apartó de la ventana y me miró, su cara se descompuso en un rictus entre el espanto y la sorpresa. Enseguida nos movimos como dos gatos acorralados, supongo que buscábamos en la traslación casi involuntaria por los escasos metros cuadrados del departamento una fuga desesperada, algo que nos evitara entrar en contacto con esa experiencia del límite que supone la muerte ocurriendo frente a uno, una muerte que se nos había venido encima. Sandra gritó, -al citófono!, hay que alertar al conserje,  pero como era una costumbre, apenas levanté el auricular el aparato no funcionaba.
-Bajemos, esa gente puede estar necesitando ayuda- dijo mientras se ponía lo primero que encontraba en el ropero y tras unas contorsiones dignas de una gimnasta rusa logró colocarse sus sandalias de cuero.
-Bajar a donde?, ¿a ayudar?, Sandra, quien quiera que sea ya esta muerto, no hay nada que hacer y no voy a mirar un cadáver un sábado a la noche- pero mis palabras se perdieron tras el taconeo cada vez mas lejano en los peldaños de las escaleras de emergencia.
Al llegar a la planta baja la sala de ingreso parecía un hormiguero sacudido por la violencia del golpe, algunos corrían, otros, generalmente mujeres, gritaban y lloraban nerviosas o preguntaban y urdían conjeturas y aseveraciones de lo mas ridículas. El gran edificio Centro-sur-latinoaméricano hervía por la inescrupulosa irrupción de una muerte brutal. No había mejor metáfora que esa para entender este continente, o por lo menos una parte profunda y embarrada del mismo pensé mientras repasaba cada una de las micro escenas montadas en el hall de entrada. La mole, construida desde los designios de un mercado que busca por sobre todo la mayor rentabilidad, apiñando a cientos de personas en un espacio en altura de no mas de un cuarto de cuadra, ahora se estremecía de horror y perplejidad exhibiendo un escaparate variopinto de personajes que comentaban horrorizados que la suicida no solo había acabado con su vida sino que también arrastró en su corta demencia a sus dos hijas, una de dos años y la otra de tan solo algunos meses.
Las preguntas a esa altura eran demasiadas, pensé en lo curioso que resulta el hecho de que ante una muerte como esa, los que quedamos de este lado solo nos queda la interrogación, y desde ella intentar en vano llenar el vacío de su enorme sinsentido: ¿Por qué saltó?, ¿Por qué la locura?, y de allí, luego de la carencia absoluta de respuestas felices, pasar a las deducciones lógicas e ilógicas e incluso a las condenas. Fue entonces cuando la comunidad comenzó a funcionar como tal, nos veíamos las caras, allí, apretados, amontonados, transpirados, vestidos con lo primero que encontramos, en la planta baja, en el suelo de la tragedia, y fue que comprendí que el gran centro-sur-latinoamérica de hormigón descendía al mundo del reconocimiento mutuo, ahí, en ese barro, semi ahogados de preguntas y especulaciones, inundados de muerte y de sentencias y risitas nerviosas, de llantos y bocas clausuradas con una mano en signo de pavor.
Regresamos al departamento y nos colocamos cada uno en una posición, como arrinconados, la primera frase fue el eco de un silencio que se nos colgó en todas las ideas,  hasta que nuevamente me dirigí a la ventana, mire un rato los cuerpos ahora tapados con sendas mantas, una roja y otra verde, y extendí la mirada hacia toda la ciudad, pensé en Santiago como la enorme escena de un crimen, pensé en las luces que parpadeaban apretadas unas contra las otras e inmediatamente alcé la vista hacia el cielo, allí entre las pocas estrellas que sobrevivían a la contaminación lumínica, parpadeaba una casi pegada a la luna nueva, voltee la cabeza y le pregunte a Sandra si sabía que estrella era.
-hace más de una semana que lo sigo, respondió luego de liberar la cabeza de su jaula de brazos cruzados,- no es una estrella, es Júpiter.
Júpiter- me repetí, - el hijo salvado de la voracidad de su filicida padre Cronos-.
Miré los veintisiete pisos que me separaban de los bultos del estacionamiento y se me escapo un frase como el último resto de un huso de hebras de lana:
-Que suerte la de júpiter-








No hay comentarios: