viernes, 13 de noviembre de 2015




Piojera


Llegó a la puerta de la piojera. De inmediato un vaho húmedo y tibio le abrazó la cara. Las manos se le hundieron en la gabardina de lana tanteando las pocas monedas que sobrevivían del jornal y que hicieron un sonido de cadenas. Se sentó en una pequeña mesa de madera; justo detrás de un pilar del que colgaban las fotos de unos ilustres desconocidos visitantes de la picada que le sirvió para reclinar la silla y esperar. En este lugar, intuyó, el tiempo tiene la sustancia de los sueños. Uno cree que está desde hace siglos tomando chicha y saludando al primer borracho que se le acerca, pero al mirar el reloj clavado en la pared apenas si han pasado algunos minutos. Incluso ese descuido, puede llevarlo a uno a descubrir entre las volutas de un borrachera que la noche huyó con los primeros rayos del sol acurrucados entre las celosías de madera de los enormes ventanales.
Esa noche mataría al Dr Jano.
En la espera de su primer vaso de chicha y de su víctima, siguió en su soliloquio sobre el transcurrir del tiempo en la Piojera y en tanto que una mano jugaba rabiosamente con las monedas amontonadas en su bolsillo, con la otra, sobaba el mango de caoba del cuchillo corvo ubicado en el fondo del otro bolsillo. El doctor Jano llegaría en cualquier momento abrazado a Patricia Ordoñez, la puta del café con piernas de la calle Agustinas. Al pensar en ella con la mano en el bolsillo donde dormitaba el corvo, acarició el gélido territorio de la hoja de acero afilada hasta más no poder. Lo acarició como si se tratara del cuerpo de Patricia, lo sobó con esa ansia del jugador compulsivo que sabe que a un movimiento en falso la sangre no tardaría en asomar por la herida.
Observó todo su entorno, la escena en la Piojera se dilataba ansiosa, le pareció el mecanismo perfecto de un gran y misterioso reloj: la chicha que no llegaba, ¡Tic!, los alaridos de los borrachos. ¡Tac!,  el cigarro entre los blancos dedos de la moza, una refugiada polaca que apenas balbuceaba el español, ¡Tic! la mirada perdida de unos mapuche citadinos que engullían los tragos de aguardiente como palas mecánicas,¡Tac! y la espera de Jano y Patricia. ¡Tic, Tac, Tic, Tac! Todo eso era el gran reloj que mentalmente llamó el “reloj piojera”.
Cuando la polaca le trajo la chicha, sacó con el puño el montón de monedas ahora  entibiadas y sudorosas y se las dio, ella sin siquiera contarlas, las metió en el bolsillo delantero del delantal a cuadros.
“¡Puta de mierda, seguro que se la está chupando por ahí, pero cuando le corte la garganta a su doctorcito ahí se le van a quitar las ganas”, masculló entre dientes “ya se le van a quitar las ganas”!.
Los mecanismos retráctiles de la puerta, oxidados por el tiempo rechinaron. Supo que se trataba de ellos. El sonido le envolvió la espalda como una música escalofriante, y esa fue la alarma para que su mano empuñara el corvo con la presión de una prensa hidráulica. Su rostro se había transformado, ya no era el rostro del ansia, no se trataba de las muecas vacías de quien se enfrenta al estado de una víspera sino que se había convertido en el mapa del odio, en el territorio de la ira.  El rechino de la puerta fue sin duda el sonido de la largada, la señal de partida de una peculiar carrera cuyos contendientes eran los acontecimientos que vendrían, ¿gritar?, ¿apuñalar?, ¿cortar?, ¿correr?, ¿maldecir? ¿llorar?, ¿cuál de estos caballos sería el primero, el segundo el tercero?, ¿Cuál es el orden que los acontecimientos deben tener para asesinar a  alguien?.
No quiso levantar la vista, sabía que su rostro era una maraña de gestos y ademanes y no quería despertar la alarma de nadie, mucho menos de Jano. Con un esfuerzo titánico fue retirando uno a uno los dedos adheridos a la empuñadura del corvo y plegó su rostro hacia el eje de la mesa, exactamente al bailoteo de la chicha dentro del vaso de greda negra. Sostuvo esa posición hasta que algo lo sobresaltó, se trataba de un olor, algo así como la acidez de una lima mezclada con los toques frescos de lavanda. Le costó un buen rato adivinar el origen de ese aroma, rebuscó en su memoria hasta que al fin trocó el olvido en un lamentable recuerdo. Con una mueca de espanto murmuró, ¡Patricia!.
Tomó el vaso de chicha para que el sonido no se propagara por el local, ¡Esa puta!, ¡con este pije!. Ahora sentía en su espalda todo el peso de la sombra de Patricia Ordoñez que tras una estela de perfume barato atravesó el salón junto a Jano hasta una mesa redonda al lado de la caja registradora.
– Ese olor- repitió una y otra vez, al tiempo que de su memoria brotaban como latigazos de recuerdos: las explosiones y las balas de los Remmington que silbaban a centímetros de su cabeza, el olor de los cadáveres chilenos y peruanos pudriéndose en el campo de batalla y de la sangre de los “cuellitos cortados” como le decían a los prisioneros ejecutados por no tener comida para abastecer a todos. El olor a mierda que emergía de los pozos sépticos de la piojera el olor rancio de su habitación, el olor de sudor pegado en las sábanas de su cama hasta que al fin emergía el olor que todo lo cambiaba, el de Patricia, esa mezcla de limas con lavanda que lo dormía a pesar de toda la locura de la guerra y nuevamente el olor de la sangre, el olor del crimen.
Por ese último recuerdo y preso de una furia, ahora desbocada, envió nuevamente su mano cautelosa pero decidida al mango del corvo, y sintió que esta vez el gran reloj universal “La piojera se había detenido”.
Se propuso esperar a que Jano y Patricia terminaran sus tragos y se retiraran, aguantar ese infierno ahora silencioso, detenido, congelado, aguardar a que las cuerdas se tensaran y el reloj piojera nuevamente se pusiese en marcha. Y así sucedió cuando crujieron las patas de la silla de la víctima contra el piso de baldosas negras y blancas gastadas en el repentino movimiento de arrastre, luego ambos saludaron al dueño entre frases que le fueron incomprensibles considerando el enorme ruido de relojería que nuevamente inundaba su cabeza. Ahora cada Tic y cada Tac retumbaban como el martilleo de una maza contra un yunque, un Tic de la polaca que retiraba los vasos de la mesa de Jano y restregaba con su sucio trapo las gotas de chicha derramadas. Un tac, de Jano poniéndose de pie y dándole la mano a Patricia que con una sonrisa desganada se la tendía y con el mismo desdén se ponía de pie, un Tac el sonido de sus tacones contra el piso, un Tic, el saludo entre Jano y el dueño del bar y nuevamente la piojera volvía a ser el reloj de siempre, un mecanismo ajustado para a los designios del crimen que avanzaba hacia su resolución.
Para evitar cruzar las miradas con su víctima optó por replegar otra vez su rostro hacia el centro de la mesa, al vaso de greda que ahora permanecía sereno, con el líquido apenas respondiendo a las tenues vibraciones de un aire espeso, en una calma chicha que anticipaba la furia de la tormenta. Por el rabillo del ojo pudo ver cómo Jano y Patricia atravesaron el salón y en el instante que cruzaban su espalda pudo ver cuando sus reflejos se imprimieron en la superficie serena del líquido de su vaso de greda, y en ese reflejo pudo advertir la mirada de Patricia, una mirada de sorna que se le atascó en la garganta y lo sacó de quicio a tal punto que en forma perentoria volvió a sobar la hoja del corvo flagelando su pulgar en el filo y sintiendo la cálida y aceitosa fuga de la sangre. En ese momento supo que no podría ser un crimen silencioso, de nada serviría la reflexión ni la mesura, su mano debía moverse tan rápido como un rayo y arrojarse tras el cuello de Jano. Quebró el aire de cantos borrachos y humaredas taciturnas en un grito rabioso, levantó su pesado cuerpo de la silla dejando caer algunos de los ilustres visitantes que colgaban del pilar. Estaba por cometer el crimen, a tan solo un paso, tan solo unos centímetros del cuello del doctor cuando en el medio de su carrera demencial, un segundo antes de obtener el trofeo la mano de la polaca le apresó la mano criminal con un sacudón.
-¿Qué hace?. ¡Todas noches misma historia, deténgase, de nada sirve ya, déjelos, déjelos que se vayan!- le dijo entre dientes con ese español apenas comprensible, -¿no se da cuenta?, ¿todavía no se da cuenta!?, ¿hasta cuándo?, ¡váyase a suya casa y cúrese esa herida!-
La puerta rechinó varias veces hasta que su sonido se apagó y los pocos restos de perfume que Patricia había dejado en el aire como finas hebras de una baba del diablo invisible, se fueron disolviendo hasta que nada quedó de ellos. El silencio en la piojera se tornó enorme, ahora esa gran relojería dependía de sus movimientos. De pronto sintió que de su cuerpo salían las cuerdas y las poleas de un mecanismo de relojería que lo animaba todas las noches. En tanto, aún sostenía con la mano ensangrentada aferrada al mango de caoba del corvo.
-Váyase a la su casa, continuó la polaca, mirre; mirre por las ventanas, ya está sol saliendo, vaya y duerma un poco, ellos ya muertos, hace muchos años que muertos-.
Y nuevamente lo olores regresaban como una ola mecánica, y el tiempo otra vez le parecía estirarse y encogerse con una extraña pereza. Miró la cara de la polaca y las arrugas de su frente, miró las avejentadas sillas y mesas y las heridas en las paredes de la piojera y de repente entendió que había caído víctima del embrujo de tiempo de la piojera, que habían pasado muchos años, casi sesenta, y aun, pese a la confusión que provocaba el humo y los vapores del alcohol de la chicha burbujeando en su cabeza pudo sentir el olor del crimen en sus manos,  el inconfundible olor a sangre mezclado con un cierto toque de lima y lavanda. 

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